domingo, 10 de febrero de 2013

El reloj marcaba las cinco menos veinte de la madrugada. Ya era ordinario en ella que se dedicara a dar vueltas entre las sábanas por las noches. Pero no sé por qué, esa madrugada se alteró su monotonía nocturna.
Se levantó de la cama y fue directamente hacia su máquina de escribir. El sonido de cada tecla de esa máquina clásica conseguía que se redimiera. Sólo ella conseguía comprender esa armonía perfecta que se creaba al presionar cada letra y ver como el golpe del tipo sobre la cinta dejaba esa marca de tinta formando las palabras que deseaba que desaparecieran de su interior. No sabría deciros cuánto tiempo dedicó a oprimir las teclas pero, puedo deciros que es expresó tanto, que se quedó sin láminas de papel.
Por un momento se quedó mirando fijamente el cenicero, el cual estaba repleto de colillas. Se levantó de la silla y fue directa al armario. Se puso una camiseta y se colocó encima una chaqueta. Mientras iba por el pasillo se iba metiendo los vaqueros. Agarró las llaves, el paquete de tabaco y fue a la calle. 
Estaba amaneciendo. El humo salía de su boca danzando mientras caminaba. ¿Y qué pasó? Lo de siempre. El destino, la casualidad, el azar o como queráis llamarlo. Pero pasó.
Su figura trazaba la silueta más soberbia que jamás podría encontrar en ese instante. Se quedó impregnada de esa sensación de haber encontrado algo que ni ella sabía que estaba buscando. Y entonces él se percató, notó su presencia y se giró. Y ahí se quedaron, mirándose los dos como si durante toda su vida se hubieran estado buscando.
La complicidad que había en ese momento entre ellos dos era demasiado asombrosa. El lenguaje de miradas que había era algo espléndido. Y de repente el mundo dejó de ser algo odioso y repulsivo y sus medias sonrisas al fin se convirtieron en una.

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